domingo, 8 de junio de 2008

Análisis de la expansión urbana en Santiago de Chile en el Siglo XIX

A mediados del siglo XIX Santiago, capital de Chile, comenzó a experimentar un fuerte crecimiento urbano, el cual fue en un principio caótico y desordenado. Cuando Vicuña Mackenna se hace con la Intendencia de Santiago comienza la “evolución” del centro “ilustrado” en emulación a grandes capitales europeas como París o Inglaterra, dejando totalmente de lado, segregados, a la población obrera que vive a los sectores colindantes del centro (Somarriva, 2008).

A grandes rasgos De Ramón (1978) describe los límites urbanos del Santiago colonial de dos formas: la primera según los reglamentos y ordenanzas que dividían el radio urbano, y la segunda eran indicaciones y comentarios de autores importantes de ese entonces.

En 1848 se dicta el primer artículo sobre la segregación de la cuidad en parte donde limita la superficie de construcción de ranchos entre la superficie comprendida del margo sur del río Mapocho y el norte del Canal San Miguel (De Ramón, 1978).

Desde lo dicho anteriormente surgieron varias definiciones acerca de los límites de la ciudad; en 1857 Vicuña Mackenna publica un artículo que divide a Santiago en 145 cuadras edificadas, (De Ramón, 1978). Quince años más tarde Tornero señala que “la circunferencia de los límites urbanos alcanza a 18 mil metros. Tiene 956 cuadras osea 144.120 metro longitudinales” (Tornero, 1872, citado en De Ramón, 1978, p. 257). De esta manera tenemos tres clasificaciones, la primera donde se describe un centro y una periferia que lo rodea, la otra un centro y una periferia dividida en tres sectores (norte, este y sur), y la tercera con un centro y dos grandes suburbios: norte y sur (De Ramón, 1978).

Poniéndonos en contexto, Vicuña Mackenna (citado en De Ramón, 1978) nos dice:

“Santiago es, por su topografía, según ya dijimos, una especia de ciudad doble que tiene, como Pekín, un distrito pacífico y laborioso y otro brutal, desmoralizado y feroz: la ciudad china y la ciudad tártara” (p. 258).

De esta manera, Vicuña Mackenna (citado en De Ramón, 1978), sigue describiendo a los obreros de la siguiente manera:

“El desaseo de la comunidad, los malos hábitos que ha entrañado el vecindario, la suma considerable de miserables ranchos existentes, la habitación de familias numerosas en piezas redondas y pequeñas, en que ordinariamente, hacen el depósito de sus necesidades, hasta que las sombras de la noche proporcionan arrojarlas sin pudor… son elementos abundantísimos de putrefacción que atacan la salud y comprometen la existencia” (p. 260).

Así tenemos dos tipos de características de los urbanitas santiaguinos; los primeros, pacíficos, laboriosos, ilustrados, pertenecientes a la ciudad china; los segundos ociosos, paganos, ignorantes y violentos, pertenecientes a la ciudad tártara (De Ramón, 1978).

Siendo Santiago la capital del país, y por consiguiente el lugar de actividad económica más importante, se producían fenómenos de masas migrantes que acudían buscando oportunidades inexistentes de trabajo. Esto generó un gran contingente humano que debía construir viviendas con sus propias manos en terrenos que eran entregados por gracia de aquellos aristócratas “blandos de corazón”, lugares por cierto no muy hospitalarios, de hecho desérticos y peligrosos (De Ramón, 1978).

Todo esto desemboca en una idea, concepción, prejuicio, que determinó la manera en que se trataba a esta “lacra social”, otorgándoles servicios deficientes e insalubres la mayor parte del tiempo. El autor de “Límites Urbanos y segregación espacial según estratos” nos cuenta acerca del funcionamiento del Hospital San Juan de Dios de Santiago, de cómo parecía más bien una sucia mazmorra medieval en donde los que ingresaban pronto olvidaban la cura y esperaban la muerte (De Ramón, 1978).

Es de esta manera que De Ramón (1978) opina acerca de la ciudad de Santiago del S. XIX:

“Como una paradoja de esta terrible suerte, el grupo humano segregado de forma tan cruel, pasaba sin embargo a ser parte fundamental de la ciudad. Ella no podía vivir sin su pobreza, sin su miseria, si su ignorancia, sin su promiscuidad y sin su inmundicia.” (p. 261)

La Iglesia Católica, a pesar de que trató de tomar este asunto en sus manos, toda obra sólo resultó un paliativo para aquella situación de crisis (De Ramón, 1978).

Tomaremos cinco variables que consideramos las más importantes para reflexionar acerca de la situación que desembocó en el injusto desarrollo de los sectores concientemente marginados por la clase alta de ese entonces. La primera de esas variables será una cierta dimensión administrativa del Estado, el cual dividía en dos partes la ciudad de Santiago; las zonas de pobreza y la zona ilustrada (De Ramón, 1978).

Por otra parte la localización de fábricas e industrias tenía dos características; la primera es que las industrias con mayor índice de contaminación, se encontraban fuera de los sectores importantes de la ciudad, el sector ilustrado. La segunda característica es que las industrias de “servicios”, como lo llama De Ramón (1978), se encontraban en su mayoría en el centro de la ciudad, requiriendo que la mano de obra se desplazara de la periferia hacia el corazón de Santiago. Tenemos entonces que la clase obrera convive con la contaminación que la clase alta no desea y debe movilizarse entre “grandes” distancias para obtener un lamentable sueldo.

Además el avalúo de la propiedad entre los sectores definidos en el Anexo 2a se observa que los secotes 1 y 2 tienen un costo sumamente elevado para ese entonces, mientras que el sector 3 baja su costo de manera importante, todos los demás cuentan con valores menores a ¼ de los sectores 1 y 2 (menos de 9 pesos por metro cuadrado) (De Ramón, 1978). La inequidad monetaria en cuanto edificación muestra una clara segregación que, tristemente, continúa cada vez ahondando más aún hoy en día en la compra y venta de bienes inmuebles.

La protección policial es un privilegio que solo disfrutan los sectores acomodados y, por lo tanto, la gran mayoría de las industrias (Anexos 1, 2a y 3) (De Ramón, 1978). Los sectores residenciales obreros son los más afectados por la falta de contingente policial, la que hace permanecer en el tiempo, a su vez, la “no-ley” imperante en esos sectores. Esta situación genera una idea de identidad de la clase obrera en la clase alta. Podemos observar entonces el círculo vicioso de la pobreza: alejo a los infectos pero al alejarlos los infecto.

Según De Ramón (1978) en los sectores 1 y 2 la población tenía un índice de alfabetización superior al 50%, mientras que en todos los demás sectores el porcentaje de alfabetización iba del 5 al 48%. Si consideramos que saber leer permite generar ciertas habilidades y competencias necesarias para salir de la pobreza y no se ven escuelas construidas en los sectores populares, ¿Cómo podían salir de esa situación el grueso de la población santiaguina?

Por último, pero no por eso menos importante, hay que mencionar la manera en que avanzó la tecnología sanitaria a finales del siglo XIX. En 1872 “Santiago tenía 7521 casas de las cuales solo 1600, es decir el 21,27% tenía agua potable” (De Ramón, 1978, p. 266). Es decir, si observamos el Anexo 1, los sectores con cañería de agua potable radicaban en las zonas 1 y 2. El resto carecía del servicio (De Ramón, 1978).

¿Podríamos decir, demográficamente, que la periferia es la ciudad?, ¿o más bien la "ciudad" es la interacción entre los sectores de ella? Si seguimos el principio gestáltico de que el todo es más que la suma de sus partes entonces Santiago es la interacción de los sectores, de los estratos. Esta interacción quizás no es fácil de ver, pero si prestamos atención podemos descubrir un trato sumamente coercitivo entre la clase alta dominante hacia la clase obrera, relegándolos a las afueras de la ciudad, condenándolos a la barbarie y, a la larga, a la muerte.

Por lo dicho anteriormente podemos inferir que entonces no solo tenemos a un sujeto obrero en un círculo vicioso, sino otro sujeto que se preocupa de mantener ese círculo, manteniéndolo en pobreza, decirle que es pobre y hacerlo sentir pobre.

Se le otorga al obrero una identidad basada en el lugar sucio en el que vive, pero el que lo juzga es el mismo que lo relega, que lo excluye, que lo deja sin agua obligándolo a vivir en su inmundicia.

Si nos ponemos un momento a imaginar la vida de un obrero de ese tiempo podríamos visualizar un alba temprana, en una precaria vivienda astillada, construida con las propias inexpertas manos, llena de inmundicia y enfermedades que, si bien tienen cura, no se puede alcanzar. El viaje cruel hacia un trabajo demandante y pésimamente remunerado, la monotonía de la industria. La vuelta, quizás con amigos, quizás borracho con aguardiente o vino, no menos cruel al ver el cambio brusco entre palacetes a mediaguas y llegar a una cama fría, probablemente el mismo suelo.

La rutina, entonces, de vivir en la barbarie lo condena a los ojos de los pudientes y de sus pares, obligándolo de cierta manera a obedecer la “no-ley”, a matar o morir. Es ser prostituta o dejar a tus hijos morir de hambre, es ir a trabajar en sectores opulentos y ver la vida con “civilización” y tener que volver en la noche a una realidad de la cual se quiere escapar: es nuestro Jean Valjean, condenado por un pan.

Referencias Bibliográficas

  • De Ramón, A. (1978). Límites urbanos y segregación espacial según estratos. Revista Paraguaya de Sociología, 42/43, 253-276.
  • Somarriva, M. (2008, Marzo). El Cairo Infecto. La Tercera, La Tercera Cultura, 13.

Los anexos están en el original.

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